CAPITULO III: “
Ante la barra brava climática que se nos venía encima, el capitán de mar y tierra nos planteó 2 alternativas:
a) bordear la isla con corriente y viento a favor, subiendo hacia las dunas del caribe entrerriano que teníamos como horizonte.
b) hacer “
De más está decir que como buenos viajeros argentinos (sin mapa, sin brújula y sin idea de lo que nos esperaba) pensamos hacerla fácil y elegimos bordear la isla que parecía que se hundía bajo el agua a 1km aproximadamente de donde nos encontrábamos. Así que a medida que el viento empezaba a soplar con más fuerza nos internamos nuevamente en el río Uruguay mirando hacia los relámpagos y empezamos a remar: el cabezón en la proa mirando hacia adelante, yo, Andy (que manejaba la vela que nos separaba del cabezón), y en la retaguardia el capitán de mar y tierra que manejaba el remo y los hilos del timón, y como si fuera poco nos decía que hacer y cómo hacerlo (sino nos hubiéramos hundido a los 30 segundos de hacer partido, allá a lo lejos, en el Capítulo I)
Las primeras gotas empezaron a caer y el río empezó a hacer pogo contra nuestra embarcación. El viento caprichoso hinchaba y desinflaba la vela a su antojo y ya se empezaba a sentir la sed, el hambre y las ganas de una ducha calentita. Todos concentrados remando cada vez más cerca de la línea de cota del Uruguay, buscando la ruta más directa y esperando que se terminen de suceder los árboles y la arena acumulada de esta isla que parecía no tener fin. y entonces, cuando llegamos donde pensábamos que la isla nos abría el paso hacia la costa entrerriana, nos quedamos azorados contemplando que la vegetación nos había escondido una gigantesca bahía que seguía partiendo al río en dos hasta vaya a saber donde, y que no estábamos en navegando en medio de la tormenta, sino en una olla de presión que nos iba cocinando a fuego lento, en el mismísimo infierno caribeño. Sabíamos que la isla era grande. Sabíamos que en su interior había una laguna. Lo que no sabíamos era que de punta a punta, nuestra isla de LOST tiene más de 12km de largo. La pregunta del millón es: SI LO HUBIERAMOS SABIDO, HUBIÉRAMOS HECHO LO QUE HICIMOS? Fue ahí, sin Google Earth a mano, cuando el Capitán de mar y tierra nos dio el primer golpe de timón. Fue ahí donde se rindió Rambo, donde se filmó el regreso del Jedi. Fue ahí donde pusimos en marcha el plan B.
Cuando cruzamos hasta la costa uruguaya el río ya estaba más picado que el paredón de fusilamiento de Guantánamo, Cuba. La vela, inmanejable, parecía que nos iba a subir hasta el ojo de la tormenta. El río, ensañado con nuestra nave, nos hacía pensar que estábamos rebotando en una cama elástica junto con 14 elefantes africanos y nosotros, señoras y señores, remábamos por nuestras vidas. Y la lluvia ya no era lluvia, era una ducha con la fuerza de una turbina de avión, y se peleaba celosamente con el río para ver quién le metía más agua al bote en menos tiempo. Era hora de achicar las aguas. Y lo único que teníamos para achicar, era la mitad de un botellita de (auspicia este momento Coca-Cola de Argentina) 600 cm3. Y Andy se puso el equipo al hombro y se encargó de achicar para evitar dejarnos mano a mano con San Pedro. Llegamos a la costa de la isla uruguaya, pero escupía ramas y remolinos anti-ambientalistas imposibilitándonos el desembarco. No había tiempo para pensar, ni sacar fotos, ni para tomar aire. Lo único que se escuchaba eran las gotas que nos escupían del arriba y de abajo. Estábamos rodeados. La adrenalina subía como el caudal del río y nosotros mudos, remando, achicando. El cruce de la isla hacia Uruguay suponía un riesgo extra: los remolinos que se formaban por las corrientes cruzadas entre la isla y la costa nos obligaban a remar más y más y no avanzábamos un metro. Estábamos anclados y el agua subía. El silencio se apoderó de todo. Había que dar otro golpe de timón, había que achicar, había que remar. Había que descomprimir.
"WILSOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOON!!" - grité con todos los pulmones. “WILSOOOOOOOOOOOOON!” y ellos se me quedaron mirando. Yo estaba afónico con el 20cm de agua adentro de la canoa y lo único que hacía era gritar “WILSOOOOOOOOOOOOOOOOOON!”. De repente todos nos empezamos a cagar de risa. Seguíamos remando y achicando. Todos juntos, al grito de “Wilson!”. Ahí nos dimos cuenta de lo que habíamos hecho. “WIIILSOOOOON!”
Ya era nuestro grito de guerra. Todos juntos! “WILSON!” Otra vez! “WILSON!” más fuerte! “WILSON!” Todo nos chupaba un huevo. Estábamos más allá del bien y del mal. “WILSON!” Estábamos solos contra toda la furia de la naturaleza, contra el destino. Estábamos dando vuelta el panqueque donde el destino nos quería comer con dulce de leche. “WILSON!” Estábamos… pasando los remolinos.
Ante la imposibilidad de desembarcar en la inhóspita costa uruguaya (con sus ramas apuntándonos como lanzas y los juncos crecidos que apenas sobresalían entre las olas eran una trampa mortal) nuestra única chance era volver a cruzar el río por la zona de los bancos, volviendo por donde habíamos llegado. Pero la tormenta se había fagocitado a los bancos, a los pescaditos y a la familia que adorna una de las fotos del Capítulo I.
Y si existe algo peor que navegar con tormenta, viento y corriente en contra, la fatiga de remar sin parar durante horas, queridos lectores, es atravesar los
Estábamos tan cerca y a la vez tan lejos. Pero como le dije antes, ya nada nos importaba: nosotros teníamos adrenalina para llegar hasta nueva guinea y volver, 40 veces! A pesar de los choques de remos, a pesar del viento que cambiaba de curso como el más veleta de los veletas que jamás hayan figurado en un triste tango, a pesar de todo seguíamos remando y achicando sin parar. Cada tanto algún “WILSON!” rompía la monotonía de nuestros cuerpos castigados por el clima. Cada tanto alguna ráfaga de viento hinchaba la vela y nos devolvía el alma al cuerpo, a pesar de que las olas seguían castigándonos de costado y el achique se hacía más y más frenético. Bordeamos la zona de los bancos (devenidos en paradores subacuáticos) atravesando varios remolinos de las ambas punteras de isla que nos movían a su antojo, y a pesar de que se nos metieron olas enteras adentro de la canoa logramos mantenerla a flote. Estábamos a 2cm de hundirnos y cualquier movimiento el falso con esa tormenta en ciernes, era un “hasta acá llegamos” definitivo. Pero un guiño del destino nos alivianó la tormenta y el viento empezó a soplar para nuestro lado, como si le hubiéramos contagiado las ganas de llegar a la costa. La vela hinchada nos dio unos minutos de calma. De esa calma chicha. De esa calma que antecede a la tormenta. De esa calma que se desintegra cuando la adrenalina empieza a bajar y los cuerpos extenuados tiemblan porque vuelven a sentir el frío y los corazones bajan sus revoluciones, cuando los músculos se entumecen y te das cuenta de que tu mano más que ampollas parece que tuviera lepra.

La tormenta y el río dieron todo lo que tenían, pero se deben haber dado cuenta de que no nos iban a poder hundir jamás, porque de los últimos metros me acuerdo que no tuvimos que remar. La vela baró la canoa en la arena mientras caía una tenue llovizna. Y apenas pisamos la arena nos pusimos a gritar. Le ganamos con gol de oro en el minuto 119 del adicionado. El gol fue dudoso. La hazaña, un hecho. Esa tarde, en algun lugar del Balneario Norte de Colón, Entre Ríos, no fuimos héroes. Fuimos sobrevivientes. Y SE LO FESTEJAMOS EN
